En lo profundo de nuestra memoria ancestral resuenan voces antiguas, las que surgían cada noche en torno al fuego rememorando la historia del grupo, de la tribu… Allí nacieron mitos y leyendas, cuentos y canciones que servían para explicar el mundo, poner orden en el caos y ahuyentar el miedo a lo desconocido.
Ahora, en tiempos de desorden y confusión, los mitos y las historias del mundo viejo andan también revueltos. Muchas claves que nos explicaban la realidad han quedado inservibles, arrumbadas en un desván, como los restos del naufragio de otro mundo y otro tiempo ya pasados. Y, en medio de la Gran Revolución de la Comunicación, en plena intoxicación de información, imágenes y estímulos… las personas parecemos más solas y perdidas que nunca.
Decimos que necesitamos reconstruir las utopías, forjar otras nuevas con lo que podamos salvar del ocaso de los viejos sueños. Otras que señalen nuevas metas y nos pongan en marcha, tal y como entendía Eduardo Galeano el papel de la utopía: hacernos avanzar.
No se trata de hacer una lista de deseos imposibles, sino de acordar un horizonte viable hacia el que caminar juntas, señalar unas pocas prioridades y objetivos que respondan a la realidad que vivimos, a las necesidades de este tiempo. Objetivos para mejorar la vida -de las personas, de las comunidades, de todo el planeta- que sean «posibles«, que dependan de nuestra acción colectiva y no de factores ajenos (no podremos cambiar ciertas consecuencias climáticas, por ejemplo, pero si nuestra manera de hacerles frente).
Pero las utopías, para echar raíces en las personas y convertirse en sueños colectivos, no pueden apelar solo a las razones (por contundentes que éstas sean), han de llegar a las «e-mociones» -los sentimientos personales y colectivos- de quienes hemos de hacer el camino: tienen que «con-movernos«.
Y aquí es donde las voces antiguas nos recuerdan que los sueños -para hacerse parte («com-partirse») de muchas y muchos- necesitan ser narrados, cantados, representados, celebrados y transmitidos… Y nos hablan del sentido de los símbolos y los ritos -como formas y momentos de «re-memorar» y compartir la experiencia colectiva- y de la necesidad de la música, el arte, la literatura, la danza… de todas las formas de expresión, como elementos clave de la acción colectiva.
A mi amigo Pep le gusta hablar de la «poética» de esa acción colectiva, del valor precioso de las historias personales y grupales, de la cultura, de las distintas culturas, como vehículo privilegiado para el encuentro y el aprendizaje mutuo, para el mestizaje… e insiste en que hemos de buscar (o crear) lenguajes y metáforas que sean fáciles de comprender para cualquiera, pero sin renunciar nunca a la belleza, a lo mágico, la poesía, a la fascinación y la sorpresa.
Personalmente, entre tanta desilusión y desconcierto, he buscado la cercanía de poetas, artistas y «locos» (con y sin diagnóstico), aunque no se si existen muchas diferencias. Son, como se dice ahora, «Personas Altamente Sensibles«, que -como los viejos chamanes junto al fuego- vibran cual sismógrafos con la vida, el tiempo y el mundo. No se me ocurren mejores guías para buscar y tejer los sueños en medio de tantas turbulencias.


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