Así ha sido, desde la noche de los tiempos, para los seres humanos y muchos animales. Desde las primeras palabras a las habilidades más complejas, el juego ha sido nuestra forma de aprender.
El juego significa -entre otras muchas cosas- representación, simulación, imaginación, experimentación, competición, repetición, azar, prueba y error, descubrimiento, sorpresa… en un entorno seguro, controlado. Y en cada persona, como en los grupos sociales y las comunidades, el juego es también una forma de interaccionar, de relacionarse con las otras, de aprender los valores y las normas del grupo.
Cuando dejamos de ser niños y niñas, cuando las personas adultas nos recuerdan una y otra vez que la vida no es un juego –No estamos jugando– y nos invitan a tomarnos las cosas en serio –Te lo tomas como un juego-, a ser normales (no salirnos de la norma), el juego pasa a ser algo negativo, propio de personas vagas, poco serias y responsables, una pérdida de tiempo, incluso un vicio, una patología.
Ya no aprendemos jugando, sino memorizando y repitiendo una y otra vez las mismas fórmulas establecidas. No hay preguntas ni diálogo, solo respuestas acertadas. No hay prueba ni lugar para el error. No hay imaginación y experimentación, solo adquisición de conocimientos.
Y, sin embargo, el juego sigue teniendo ese poder de activar emociones y movilizar cosas muy profundas. Lo aprendí pronto, cuando pude ver a muchos grupos de «personas mayores» retomar con placer sus juegos infantiles y adolescentes (nacía la «animación turística» en las costas españolas).
Más tarde, en otra vida pasada, pude comprobar de primera mano como la Educación Popular -en América Latina- y la Animación Sociocultural -en algunos países de Europa- hacían del juego una de las herramientas fundamentales de la intervención social, como un instrumento de aprendizaje extraordinariamente potente, para aprender a transformar colectivamente la realidad.
Hice mías aquellas metodologías y trabajé durante muchos años con las «Técnicas Participativas para la Educación Popular«, que sistematizaron y popularizaron Graciela Bustillos, Laura Vargas y Miguel Marfán, que parecían un comic y estaban repletas de juegos.
Mi vida profesional y activista ha estado siempre acompañada por el juego y los juegos. Entre las intensas experiencias vividas está la creación, en los últimos 80 del siglo pasado, de un juego, «En busca del Desarrollo«, que era un peculiar Juego de la Oca trucado para países ricos, y que hicimos -en el Equipo Claves para la Educación Popular- para la sensibilización y formación de sindicalistas en cooperación al desarrollo.
Casi cuarenta años después, me encuentro de nuevo embarcado en la tarea de construir un juego, esta vez -también- con la ayuda de mucha gente entre las que destacan Raúl Lucas y María Gallego, con quienes hemos compartido otras muchas aventuras (¡hasta políticas!) en estos años gaditanos.
Otro día os cuento el juego si queréis (y si es que hay algún lector o lectora por ahí). Hoy quería expresar en voz alta la vieja sensación de hace tantos años. Todavía sigue sonando raro que hablemos de «juego» para pensar y aprender. Todavía parece poco serio. Algo frívolo. Todavía hay mucha gente en los colectivos y organizaciones solidarias que cree que es una pérdida de tiempo.
Incluso, todavía hay quien debate sobre la diferencia entre un «juego» y una «dinámica«.
¡¡¡¿POR QUÉÉ, SEÑOR?¿POR QUÉÉÉË?!!!


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