La izquierda lleva bastante tiempo perdida. El mundo en que nació no ha parado de cambiar, cada vez más deprisa, y no ha sido capaz de mantenerse al día, de cambiar con los tiempos.
Aunque varíen los discursos y los lemas, se mantienen profundamente incrustados muchos marcos mentales, vicios organizativos, rutinas, miedos…
Una clave fundamental de muchas de esas miserias tiene que ver con una ancestral y arraigada manera de entender y practicar el poder, genuinamente heteropatriarcal, o sea, machista. El poder es algo que se conquista, por todos los medios disponibles, y se impone, de arriba abajo. Quienes nos lo disputan son adversarios a derrotar.
El liderazgo resultante es personalista, vertical, autoritario, habitualmente masculino (aunque lo ejerzan mujeres), se basa en el control y tiende a perpetuarse. Todo en nombre del bien de la sociedad, del éxito del proyecto, de la empresa, del partido, de la comunidad, de la clase, del pueblo…
La igualdad y la participación se sacrifican al fin último. No hay tiempo para el diálogo y la construcción colectiva, la urgencia de la revolución por hacer obliga a la obediencia, a la disciplina.
El reflejo autoritario está tan arraigado en la cultura organizativa de la izquierda partidaria o política que, en mi opinión, no cabe esperar de quienes sostienen el tinglado que se hagan el harakiri. Es dudoso que quienes tienen como meta acumular más y más poder (para transformar la realidad, claro), se avengan por las buenas a compartirlo, a repartirlo.
La única alternativa que se me ocurre es empezar de cero, ir de nuevo a la casilla de salida, reiniciar la izquierda, soñarla y construirla colectivamente, haciendo para ello los cambios personales y colectivos que sean necesarios.
(¡Que cosas se me pasan por la cabeza!¡Chocheo!)


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