Todo el país asiste triste y abrumado al desastre de Valencia, con el corazón acongojado por las vidas perdidas y los pueblos destrozados. En estos días, he visto las noticias e imágenes como si fueran el avance de una película de terror: «¡Próximamente en sus pantallas! ¡EL FUTURO QUE VIENE!».
Asistimos en directo al ensayo general (con víctimas) de alguna de las consecuencias más extremas del cambio climático (ese que no existe) que ha puesto a prueba a toda nuestra sociedad: instituciones, partidos, sociedad civil, ciudadanía, infraestructuras públicas, protocolos, sistemas de respuesta a las emergencias…
Todo ha fallado estrepitosamente a la hora de anticipar y prevenir el desastre. Como suele pasar, han primado los intereses particulares por encima de los comunes. Que nadie nos chafe el negocio. No será porque no supiéramos -desde hace muchas décadas- que esto podía ocurrir si no poníamos límites a la destrucción del entorno natural.
Ahora, después de Valencia, no solo sabemos que ocurre, también sabemos que puede repetirse, aquí mismo o en cualquier otro lugar de la cuenca mediterránea y su área de influencia, como de hecho ya viene ocurriendo cada vez con más frecuencia.
Y con la conciencia colectiva de que estas u otras situaciones extremas, igualmente graves, van a volver a producirse en los próximos meses o años, parece suicida hablar de «reconstruir». ¿Se reconstruirán las casas y las infraestructuras en los mismos lugares donde nunca debieron ser construidas? ¿Para que las destruya una nueva riada?¿Una y otra vez?
Cuando atravesamos la pandemia sentimos de manera brutal que había muchas cosas que cambiar (en las relaciones, los vínculos comunitarios, los afectos, la ayuda mutua, los servicios públicos…), aunque luego volvimos a la «normalidad» y los buenos deseos se quedaron en nada. Ahora vivimos la misma sensación: si queremos sobrevivir -personalmente, pero también como especie- hay mucho que cambiar en nuestras formas de vida.
Valencia nos está mostrando lo mejor y lo peor de nuestra capacidad colectiva para enfrentar el cambio climático y sus consecuencias de todo tipo. Los aspectos más miserables de nuestra sociedad (el bulo, la mentira, el robo, la desinformación, la manipulación, la instrumentalización, el odio…) y también los más nobles y generosos (la ayuda mutua, la solidaridad, la generosidad, la entrega, la colaboración, la esperanza…) todos están aquí expuestos.
Hemos visto, como nos contó Rebecca Solnit, que quienes primero se ponen en marcha -como en todas las catástrofes y desastres- para socorrer y atender a las víctimas son las propias victimas, los parientes, las amistades, las vecinas y vecinos… la comunidad se moviliza, antes incluso que los poderes públicos.
Y hemos visto igualmente que quienes participan en este enorme esfuerzo colectivo de autoayuda, de solidaridad y apoyo mutuo, lo hacen con mucho orgullo y satisfacción, a pesar del dramatismo de la situación, sintiéndose útiles y parte de una comunidad que se cuida y protege. Aunque parezca una paradoja, para muchas y muchos esta catástrofe será una experiencia excepcional, llena de sentido, que cambiará sus vidas.
Son miles de personas, muchas de ellas jóvenes, de todo el País Valençiá y de toda España, son los movimientos sociales, los colectivos, las asociaciones, las agrupaciones falleras… saliendo al rescate de sus iguales. Ante la ineptitud o la falta de respuestas institucionales, la existencia de redes de apoyo mutuo, de un tejido social y comunitario, marcan muchas veces la diferencia entre vivir y morir.
Se trata de un potencial enorme, un capital social que no debe perderse, que hay que fortalecer más y más: la capacidad de ayuda mutua, la solidaridad entre iguales. Algo que se hace particularmente importante en tiempos como los que vivimos y a lo que deberíamos dedicar todas las energías posibles.


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