Cuento inspirado en hechos reales
El paso del control de equipajes siempre es como un examen (¿aprobaré esta vez?).
Paso la prueba con éxito y busco mi puerta de embarque. Todavía tengo mucho tiempo.
Compro una botellita de agua (la otra se quedó en el control, ya me contarás por qué) y busco un asiento donde esperar.
Haciendo tiempo, repaso los días pasados, con una sonrisa interior y exterior.
He disfrutado mucho el encuentro, y el escenario no podía ser más bello. Hemos caminado y hablado todo, también hemos comido cosas muy ricas. Como siempre que nos encontramos.
Mis amigos forman una familia muy guapa y la confianza brota naturalmente con ellos.
Me llevo muchas imágenes y momentos especiales:
Tumbados en la carretera oscura, buscando estrellas fugaces en la noche de San Lorenzo. Empapando nuestros sentidos de belleza, olores nuevos, umbrías, silencios… en La Mañanga, cuatrocientos pasos al pie de la sierra del Cuera. Cantando a voz en grito por prados y caminos. ¿Dónde están les vaques? En la playa de Ballota, revolcados por las olas, en pelota picada, posando en fotos imposibles de compartir… Los comics de Alfonso Zapico y los volúmenes blancos de Niemeyer. Y tantos y tantos otros momentos intensos, auténticos.
¡En poco más de dos días!
Siempre caminando, casi siempre conversando.
Hay un cariño muy grande en todo ello, por lo que me siento privilegiado, regalado por la vida. Gracias.
Mientras evoco esos momentos, la sala de embarque se ha ido llenando de gente. Ya casi tendríamos que estar embarcando.
Alguien comenta cerca que nuestro vuelo a Sevilla está retrasado en las pantallas, que no saldremos hasta las 20,45.
¡Qué putada! Tendré que coger el último tren a Cádiz y llegaré a casa tardísimo. Paciencia.
Parece que no somos los únicos. Hay varios vuelos retrasados y muy pocos asientos para esperar en la sala. La lucha por sentarse se generaliza. La persona que se levanta pierde su sitio, que rápidamente es ocupado por algún miembro de una familia china muy numerosa.
Muchos niños corretean entre las maletas y bolsas de mano, pisando juanetes y callos de la gente mayor. Sus papás y mamás se hacen los suecos, como si no fuera con ellos y los niños no fueran suyos. A mi me hacen reír mucho (salvo cuando el juanete es mío), son -con mucha diferencia- lo mejor de la humanidad, lo más sano. Los adultos nos empeñamos en colonizarlos para que sofoquen sus tendencias naturales, se normalicen y comporten como buenos consumidores, pero -si no están demasiado pervertidos- son la gente más sabia y divertida con la que uno puede cruzarse en cualquier circunstancia de la vida. Y no es necesario hablar idiomas.
Corren rumores de que el retraso se va a alargar. Una señora de Oviedo que tiene una prima que trabaja en el Aeropuerto de Sevilla, la ha llamado y ella le ha dicho que el aterrizaje no está programado todavía. Otro señor, que va de vacaciones a Conil y domina la App de la compañía aérea, nos cuenta que nuestro vuelo ha desaparecido de la aplicación, que ya no hay información sobre él. Le huele mal la cosa.
Pasa el tiempo y el malestar por el retraso aumenta de volumen, los pasajeros confraternizamos en la queja común por el maltrato a que nos someten hoy en día las compañías aéreas, mayor cuanto más «lowcost«. Todo el mundo tiene un caso que contar. Ninguna compañía se salva.
Ya han pasado tres horas. Me parece que hoy voy a tener que dormir en Sevilla. Paciencia.
Pero algo ocurre.
El murmullo crece.
La gente se levanta de sus asientos sin saber muy bien por qué (porque se mueven los demás).
Las pantallas anuncian que nuestro vuelo ha sido cancelado y los altavoces nos conminan a que recojamos las maletas facturadas y nos pasemos por la oficina de la compañía aérea.
¡¡¡NO!!!
(El caos estalla).
¡¡Sálvese quien pueda!!
Nadie quiere llegar el último a la cola para reclamar cuanto antes, conseguir otro vuelo y poder salir de aquí. Las solidaridades que se forjaron en la sala de embarque desaparecen de golpe. Todos corremos por los pasillos.
La gran familia china, cargada de maletas y gadgets tecnológicos, consigue superarnos a todos, no se sabe como. Cuando llegamos a la oficina de la compañía, ya están allí hace un rato.
La cola es enorme, se ve que nuestro vuelo no es el único cancelado. Surgen nuevas conversaciones y solidaridades nuevas. La indignación une mucho. Pero la cola no avanza y los rumores la recorren en todas direcciones.
Que si van a poner un autobús. Que si te tienen que buscar un vuelo alternativo. Que si se hacen cargo de los gastos… nada está claro y el tiempo pasa lentamente.
Después de una hora, por fin, llego al mostrador. Tres jóvenes empleadas (probablemente con contratos «lowcost», como la propia compañía), están desbordadas y despeinadas, atendiendo a una multitud de pasajeros muy muy cabreados.
La culpa de la cancelación se la echan a una «dana» atmosférica y a un rayo que ha caído en un avión en Menorca. Un argumento perfecto para que no prendamos fuego a la oficina y una «causa mayor» que probablemente les evitará pagar indemnizaciones «mayores«. ¿Pero, un rayo en Menorca puede bloquear a toda una compañía? ¿Solo tienen un avión?
Las uniformadas señoritas no nos dan ninguna solución, pero nos piden respeto. (Tiene huevos). Como si no representaran -a su pesar en este aciago instante- a la compañía que nos está dejando tirados en el Aeropuerto de Ningunaparte.
Conclusión: nos rembolsarán todos los gastos (dicen) para llegar a Sevilla, pero tendremos que buscarnos la vida para dormir esta noche y viajar al destino por nuestra cuenta (y dedicar después nuestro tiempo a reclamar durante meses a la compañía). Son lentejas. Si te pillas un cabreo y un rebote, po peó pa ti.
¡Otra vez las prisas! Ahora, la carrera es para conseguir cama y transporte alternativo. Los hoteles y pensiones de Avilés harán hoy su agosto, esta noche no habrá una cama libre en la ciudad.
Me subo a un taxi, por aquello de que los taxistas son gentes que conocen bien el territorio y será más fácil encontrar algo que si me tiro a la calle a buscar a ciegas. El hombre es muy amable y se compadece de mi situación y del agobio consiguiente. Desde el taxi hace un montón de llamadas. Yo también. Nada. Ni en los hoteles de cinco estrellas ni en las pensiones más cutres de todo el Concellu de Avilés.
En cierto momento, mi ánimo desespera y empiezo a imaginar donde podría refugiarme esta noche, para ir haciéndome a la idea. ¿En aquellos soportales de esta mañana, junto a la plaza del Ayuntamiento? ¿Hará frío? Me podré tapar con la toalla azul de playa? ¿Acabaré en el cuartelillo de la Guardia Civil?
Pero entonces suena mi teléfono y me saca del pozo.
Es de un hotel de los muchos a los que llamé y no lo cogían. Me devuelven la llamada. ¡Tienen una habitación con cama de matrimonio! ¡La última!
Le digo al recepcionista que me la guarde, mientras vamos para allí. Respiro tranquilo por primera vez en las últimas horas. Uffffffffffffffff. Lo vi muy cerca.
Llegamos y abrazo al taxista (que me cobra un suplemento por no se qué).
El hotel, con nombre de santo, promete dos estrellas. Lo atiende un señor con aspecto de rentista de medio pelo (otro día explico la imagen). Es un hombreparatodo (debe ser el dueño y único empleado) que cobra por anticipado y en metálico, -«Nada de tarjetas, ni bizum, ni leches»- (tengo que salir a buscar apresuradamente un cajero en la cercana estación de autobuses medio desierta) y, tras el pago, me guía por salas renegridas, como si hubiera habido un incendio (él dice que fue una «dana», la excusa del día) y por escaleras empinadas, arrastrando la maleta, hasta la habitación 2E, en el segundo piso.
Durante el trayecto, el hombre me pregunta si toco el violín, al ver la funda del ukelele que me acompaña en este viaje. Le aclaro la confusión (con orgullo de ukelelista principiante) y aprovecho para pedirle una factura para poder reclamar a la compañía aérea, visto que no he firmado ningún registro ni recibido ningún «recibí» del pago.
–Si va usted a salir tomar algo -(¡es verdad! ¡no he comido nada y tengo que tomarme las pastillas de la noche! )- mientras tanto yo se la preparo, a ver si consigue que se lo devuelvan.
Dejo la maleta apresuradamente en la habitación y salgo a la búsqueda de «cena«, hacia la estación de autobuses que ya conozco. Poco más allá encuentro un bar de hamburguesas que está cerrando. Pido un bocadillo de lo que sea y una cerveza fría. La plancha está cerrada -ya no son horas- y el único bocadillo posible es un reseco mazacote de tortilla de patata, que sobró de los desayunos, entre dos pequeños panes duros. «Ye lo que hay«, me dice la muchacha que atiende la barra.
Tendrá que valer.
La cerveza, desde luego, está fría y entra muy bien.
Vuelvo al hotel con el bocadillo imposible y otra cerveza que me ayude a tragarlo. El hombreparatodo me da una factura hecha a mano, que recorta de un taco de aquellos con papel carbón para la copia, y sella con un viejo tampón sin tinta. No parece un procedimiento muy frecuente en este hotel (a ver qué me dicen en la compañía aérea). El hombre me facilita el número de radio-taxi y me indica que, mañana temprano, deberé salir por la puerta de atrás y dejar la llave en un buzón, junto a la puerta.
Vale. Pues entonces, buenas noches.
La habitación es peculiar, sin decoración alguna, con una cama de matrimonio flanqueada por una nevera, a modo de mesilla de noche, un espejo grande sobre el cabecero, y una mesa camilla con un hule y dos sillas de tijera, al pie de la ventana que da a un callejón oscuro y a unas vías por las que circulan trenes cada tanto.
Concentro mi atención en la «cena«, mientras gestiono en el teléfono una reserva de avión para mañana, que me permita llegar a Sevilla y desde allí a Cádiz. No resulta muy difícil si estas dispuesto a pagar (clin, clin, clin…).
Lo de conseguir pasar la tortilla y el pan duro es otra cosa. Ni con la cerveza de apoyo.
Acompaño las pastillas de la noche con los tres últimos ositos de caramelo, para suavizar posibles ardores nocturnos.
Hay un cuarto de baño, con una fregona, un cubo y otros aperos de limpieza que no parecen haber tenido mucho uso últimamente. La bañera con manchas de óxido y sus cortinas son de la época de la fundación del hotel, antes de la «dana«. Tras una inspección visual general, decido no entrar en más detalles.
Ye lo que hay (he hecho mía la máxima).
De pronto, se oyen carreras por el pasillo, y golpes en las puertas. Risas y voces. Estoy empezando a pensar que este lugar se parece mucho a un «hotel de citas» -como, hace cuarenta años, aquél Hotel Cibeles en Ciudad de México- de esos que alquilan habitaciones por horas a las parejas de amantes. En este caso, deben ser amantes pobres, de los que no buscan lujos y traen sus propias bebidas del super de abajo, para enfriar en la nevera pegada a la cama.
Por si acaso (nunca se sabe a donde pueden llegar las pasiones desatadas) compruebo bien la cerradura de la puerta y ruego al cielo para que los tabiques sean bien gruesos o los amantes poco ruidosos.
Mañana quiero estar en el aeropuerto muy temprano para asegurar las reservas que he hecho por teléfono (no me fio), así que me pongo una alarma en el teléfono y me meto en la cama.
Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh…………………………………………..
Suena la alarma. Una ducha rápida (¡con agua fría, porque el termo eléctrico no funciona!). Una llamada a Radio-Taxi-Avilés. Salida por la puerta de atrás (dejando las llaves en el buzón, no te olvides).
Ha amanecido una mañana luminosa y el trayecto tempranero hasta el aeropuerto, por valles increíblemente verdes, como recién estrenados junto al día, parece traer buenos augurios.
Me pongo a la cola del cheking.
Cuando llega mi turno todo fluye y consigo sin problemas las tarjetas de embarque hasta Sevilla. La emoción me embarga, le agradezco profusamente la atención y eficiencia a la señorita del mostrador, que no puede creerse tanta amabilidad de un pasajero. Si ella supiera.
Es el momento para tomarse las pastillas de la mañana, con un té y una napolitana de chocolate (¡vaya dieta llevo!), mientras voy haciéndome a la idea de que -probablemente- podré salir de aquí y no me quedaré atrapado definitivamente en el aeropuerto.
El examen del control de equipajes es superado una vez más y no soy detenido para ser cacheado en busca de un alijo, como en los «realitis» de aeropuertos.
Esta sala de embarque parece más amplia que la de ayer (¿será porque la compañía es algo menos «low»?) o es que a esta hora tan temprana no hay tantos vuelos ni tanta gente. No hay que disputar por los asientos.
El personal que espera es distinto del de ayer, ni rastro de la gran familia china, ni los jóvenes dispuestos a llegar a Sevilla en una furgoneta alquilada, ni la pareja de chicas catalanas que iba a Los Caños… Parece que cada cual nos hemos buscado la vida como hemos podido.
Aunque todos los pasajeros de todos los aeropuertos del mundo se parecen entre sí. Seríamos bastante intercambiables. Es otra consecuencia de lo de la globalización.
Lo más peculiar de este grupo concreto es un altísimo africano sonriente, de piel muy oscura y dientes muy blancos, con gafas de sol doradas, un bonete negro y una voluminosa túnica azul que cubre todo su cuerpo hasta los pies.(¿Qué hace un tuareg en Avilés?)
No hay retrasos, y a la hora anunciada comienza el embarque. Cuando llega mi turno avanzo por el pasillo, entro al avión y al llegar a mi fila encuentro de compañero de asiento (¡debía haberlo adivinado!) al tuareg, que hace contorsionismo para encajar sus larguísimas piernas en un espacio estrecho que parece encogerse en cada intento.
Le digo, después que el hombre se levante para dejarme entrar en mi lugar, que estos aviones no están pensados para gente como él, que le sobran treinta centímetros de pierna. Nos reímos (aunque no estoy muy seguro de que me entienda en mi mezcla de castellano y francés escolar).
Dormito todo el vuelo hasta Madrid donde deberé empalmar con otro a Sevilla. Si todo va bien.
Por fortuna, mi asiento se encuentra en la fila 5 y, con la complicidad del tuareg al que le explico -en «francañol«- mi problema de enlaces, salgo pitando en cuanto aterrizamos.
Los aeropuertos modernos son grandes centros comerciales en los que cada rato salen y llegan aviones. Sus pasajeros allí atrapados no tenemos más remedio que consumir y consumir, mientras esperamos nuestro próximo vuelo.
El de Barajas es inmensamente grande, no se sabe si para poder meter más tiendas freeshop y restaurantes de comida basura, o para que accedan muchos más aviones cargados de consumidores.
El caso es que, para llegar a la puerta de embarque K83, de donde saldrá mi vuelo a Sevilla dentro de cuarenta minutos, desde la puerta H69 donde me ha dejado el de Asturias, tendré que atravesar toda la super inmensa sala llena de gente, de punta a punta (¿un par de kilómetros?).
Emprendo la carrera, arrastrando la maleta y cargando el ukelele, mientras sorteo a todo tipo de viajeros y viajeras, de todas las edades, razas y países que, pese a tanta diversidad, compartimos el mismo nivel de despiste y torpeza en espacios hostiles como este.
-Please!…Permiso!…. Me permite!… Sorry!… -(acabo de pasar con mi maleta por encima del pie de una señora de Frankfurt)-, Please!….Paso!… Please!..
Aprovecho las bandas rodantes para avanzar rápidamente por la izquierda, alcanzando velocidades de crucero que ponen en riesgo mi integridad física cuando la banda se acaba y hay que frenar bruscamente o abalanzarse sobre una pareja de neozelandeses con dos niños pelirrojos.
Consigo llegar, resollando, a la puerta K83 para comprobar que el embarque acaba de iniciarse y a los de mi «grupo» no nos toca todavía.
Siempre me toca entrar con los últimos pasajeros, en el Grupo 4, salvo en aquel viaje a Cartagena de Indias, con Cesar y Antoñito, en el que daban preferencia a las «personas mayores«, como debe ser.
Me apresuro a visitar un cercano y atestado servicio de caballeros, con cola de espera en cada uno de los urinarios, y volver a la fila a tiempo para entrar por el pasadizo que nos lleva al avión.
Lo de entrar los últimos siempre es una gaita, porque uno debe levantar a quienes ya están sentados y, además, nunca hay sitio en los compartimentos de equipajes sobre los asientos.
Coloco como puedo (tres filas más atrás) mi maleta e intento acceder a mi asiento.
¡No puede ser!
Dos adolescentes chinos, ella y el, con enormes auriculares multicolores, completamente abducidos por sus teléfonos inteligentes, se levantan con parsimonia oriental para dejarme paso.
En la fila de atrás se sientan sus padres y la abuela Chan. Los demás hermanos y hermanas se reparten en los asientos restantes, en las filas 5 y 6.
¡La gran familia china! ¡La misma con la que ayer hicimos carreras por los pasillos del Aeropuerto de Asturias!
(¿Cómo han llegado hasta aquí? No venían en mi avión. ¿Habrán hecho noche en Madrid?)
Me sigo haciendo preguntas mientras acomodo el ukelele bajo el asiento de adelante.
Durante el vuelo, los adolescentes siguen a lo suyo, sin inmutarse por las tensiones propias del despegue y el aterrizaje o las fuertes turbulencias a la altura de Ciudad Real.
Yo dormito, cediendo al soporcito que siempre me causa volar (y por el madrugón y la carrera).
Ya estamos aterrizando en Sevilla. Resulta que los dos adolescentes se comunican entre sí en castellano con acento andaluz y se han pasado el viaje viendo videos de Rosalía y CTangana. Cuando nos toca desembarcar, me ceden el paso (será por el pelo blanco, o para que salga junta toda la familia) y me dicen «¡Adióoo!».
Vuelvo a correr por el aeropuerto (¿se han acabado ya las olimpiadas?) para conseguir un taxi que me lleve a la Estación de Santa Justa y coger el primer tren que haya para Cádiz. ¡Ya estoy cerca!
Otro taxista enrollado (en esto estoy teniendo suerte) que me cuenta que lleva toda la mañana trayendo gente a Santa Justa, que es cambio de quincena, mitad de agosto, que todo el mundo quiere ir a Cádiz… En fin, me deja junto a la rampa de acceso de la estación y me desea mucha suerte para llegar cuanto antes a casa.
Frente a las taquillas de venta, deambulamos un amplio y variopinto grupo de personas con cara de necesitar un billete para salir de aquí (aunque aquí dentro hay aire acondicionado, fuera es pura flama). Hay que coger un tiket de una maquinita, con el número del turno de atención. El mío es VO198549 (no me preguntes qué quiere decir y por qué no es XQ628714). Compruebo en los paneles informativos que van por el VO198532, por lo que deduzco que -al menos- tengo por delante a diecisiete personas. El arte de hacer colas durante horas, sin perder la compostura, tan vacacional y turístico.
Veinte minutos después (algunas de las personas que estaban por delante han debido desistir) llego al mostrador donde una amable señorita me informa de que todos los trenes a Cádiz están completos y que el primero en el que podré encontrar plaza -quedan solo dos- saldrá dentro de tres horas.
Más lentejas.
Si he llegado hasta aquí, malo será que no duerma hoy en mi cama.
Me agarro como un clavo ardiendo a una de esas plazas y me dispongo a pasar las próximas tres horas «haciendo tiempo«. Total, estamos a punto de cumplir las veinticuatro horas de viaje, tres más que importan.
Las estaciones de tren también quieren ser centros comerciales, por eso, cada vez hay más tiendas de cosas inútiles y sitios de comida rápida -que cada seis meses cambian de franquicia, para que parezcan nuevos- y menos sitio para que nos sentemos y esperemos los pasajeros. Así que el personal viajero «coloniza» todos los espacios posibles para esperar a que salga su tren.
De hecho, en mitad del vestíbulo de la estación hay una especie de «comida campestre» de un grupo grande de adolescentes franceses que han participado en un «campus» de español (por eso lo de «campestre»). En Sevilla! En agosto! (¡Al menos en la estación hay aire acondicionado!).
Se sientan en el suelo y utilizan sus maletas de mesas para compartir sus hamburguesas, patatas, ketchup… y toda una variedad de bolsas de plástico brillante con cosas de colores dentro que intercambian y comen compulsivamente.
Más allá, un grupo de pensionistas del IMSERSO, que vuelven de pasar diez días en Punta Umbría, okupan una moderna escultura sobre no se qué motivo ferroviario, cuya peana sirve muy bien de asiento para aliviar las rodillas doloridas. No creo que el artista se quejara.
Yo tengo otra estrategia para la espera. Me compro un «changüi» de esos de plástico que venden en máquinas idénticas en todas las estaciones y aeropuertos del mundo. Lo pillo de «rúcula y rulo de cabra«, porque me suena más exótico (todos saben igual: a nada). Consigo también una lata de cerveza en otro dispensador y me traslado discretamente, con cara de turista sueco- a la zona de franquicias de comida rápida, que siempre cuentan con poco personal, lo que facilita que uno pueda ocupar -echándole morro- una mesa recientemente desocupada, con cómodas sillas de las de director de cine (¿Quién dijo que yo no llevo aquí una hora?).
Me instalo a esperar y a comerme mi changüi de nada. Y mientras mastico lentamente la rúcula y el rulo y me ventilo la cerveza, me prometo a mi mismo que -si consigo llegar hoy a Cádiz- escribiré este viaje, aunque solo sea para no tener que contárselo a Asier y Bego.
Durante las horas siguientes tomo notas en una libreta de todo lo que llevo contado. Cuando pasa por mi lado una señorita encargada de limpiar las mesas, le pregunto: «¿Te molesto aquí?», ella me sonríe amable y me dice «Que va. No molesta«, mientras recoge mi lata vacía y los restos del plástico del changüi (de plástico).
El tiempo pasa volando (o en tren) y se acerca la hora del mío, así que me paso antes por los servicios de caballeros, por aquello de la «meadita preventiva«, que conviene mucho a ciertas edades, y para comprobar que no se ha perdido la tradición de los viejos bujarrones que andan mironeando en los urinarios de las estaciones ferroviarias.
Esta costumbre, tan internacional (no me preguntes por qué) está a punto de perderse ante la desaparición de los servicios públicos y la aparición de los WC privados de pago en espacios públicos como estaciones y aeropuertos.
El capitalismo no descansa. Han encontrado la forma de hacer negocio con la mierda de la gente.
La vía es la 11 y el tren viene de Córdoba, con destino Cádiz. Mi asiento, en el atestado Coche 4, va ocupado por el amplio equipaje de una muchacha que viaja en el asiento de al lado y me mira sorprendida cuando le digo que AQUEL es mi asiento..
Se resigna a mover sus bolsas, mientras rebufa por lo bajini no se qué sobre los viejos que no pueden buscarse otro sitio y andan molestando a la gente.
Yo ocupo mi asiento junto a la ventanilla, compruebo que funciona la palanca para reclinarlo, bajo la cortinilla, me enchufo las gafas de sol y concentro mi atención en la respiración: uno, dos, tres, cuatro…, cinco…, seis….., sie……….
Cuando regreso a la conciencia, estamos llegando al Puerto de Santa María y mi compañera de viaje hace piruetas para conseguir bajar una voluminosa maleta (de las tres que lleva) que no se cómo consiguió subir a lo más alto del compartimento de equipajes. Me hago el dormido y fuerzo la respiración para que parezca que ronco, mientras la muchacha consigue movilizar a medio vagón para que le ayuden a bajar las tres maletas y un par de bolsas (de Louis Vuitton). Por suerte, en el Puerto la esperan papá y mamá (con un perro de aguas blanco) para echarle una mano.
Ya está. La última etapa. Media horita de nada. Solo me ha costado veintiocho horas llegar desde Asturias a Cádiz, como si fuera un viaje transatlántico, al otro lado del planeta, en esta Era de las Comunicaciones.
Muchas de esas horas las he podido sobrellevar gracias a la compañía de Shevek, el matemático y físico anarquista de Anarres, de viaje por el planeta Urrás. Gracias Úrsula, donde estés en el cielo de las buenas escritoras y las buenas personas.
Llegar a Cádiz en tren al atardecer no es cosa menor.
La luz, que siempre es especial aquí, en las tardes de verano, con nubes bajas, se vuelve dorada y estalla en cien tonos de rojos, morados, rosas…
El tren recorre todo el istmo que une La Isla con Cadi-Cadi, y cuando llego a la estación término y salgo a las calles de Santa María, es la brisa marina (o sea, la humedá y el Levante) la que me recibe.
Ole.
Ya estoy en casa.


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