Llevo dándole vueltas a las personas, a sus relaciones y vínculos, como lo primero a cuidar en la construcción de cualquier proyecto colectivo. Pero, siendo tan importante, no es suficiente. Esas personas no dejaremos de ser un grupo de amigas -lo que puede estar genial- si no compartimos uno o varios motivos que nos muevan a hacer cosas juntas, que nos «con-muevan» a mejorar la vida, a cambiar el mundo.
Hablo de los objetivos, de la «misión«, del «sentido» de las asociaciones, los colectivos y los procesos comunitarios. Esas razones poderosas que nos hacen pasar de la inactividad a la acción con otras personas para cambiar el mundo, para hacerlo mejor.
El mapa de motivaciones de quienes participamos en esos colectivos y procesos es muy amplio, tiene que ver con los derechos humanos de todas, la inclusión de quienes tienen necesidades especiales, la lucha por la igualdad y la equidad, contra la exclusión y la pobreza, la emergencia climática, en defensa de los servicios públicos, la paz, la justicia social… y la lista continúa y continúa.
En la realidad concreta, en nuestros barrios y nuestras vidas, todas esas causas están interconectadas, se cruzan entre sí, nos afectan al mismo tiempo, de diferentes maneras a las distintas personas, porque la realidad es compleja. Todo está interrelacionado. Cualquier ejemplo vale: es imposible defender la igualdad de derechos de las personas con discapacidades, excluyendo a las negras o las homosexuales (¡aunque se pueda alcanzar ese grado de incoherencia sectaria!).
Las motivaciones personales, que -juntas- mueven nuestros proyectos y procesos colectivos, responden a una cierta forma de ver la realidad, a un conjunto de valores -positivos o negativos- producto de la educación, la socialización y la experiencia vital, la influencia de los otros, el contexto cultural y socioeconómico, etc., que actúan como filtros para interpretar el mundo y señalarnos qué es «lo importante«. La diversidad de esas visiones y experiencias vitales caracteriza a los proyectos y procesos actuales.
Para poder llevar a cabo un proyecto común necesitamos que las personas implicadas compartamos una «mínima» afinidad común en torno a un puñado de valores y motivaciones. Eso no significa que tengamos que pensar de la misma forma, renunciar al pensamiento crítico o aceptar un «ideario» ajeno. Por el contrario, la «uniformidad«, el «pensamiento único«, el «sectarismo«, matarían el enorme potencial que aporta la diversidad.
Pero, lo cierto es que los proyectos colectivos no funcionan sin esa afinidad básica (que, a veces, hemos llamado el «mínimo común multiplicador«), sin el consenso sobre unas pocas ideas fundamentales, que no han de darse por supuestas, error muy común en muchos proyectos colectivos. Suponemos que las causas y valores que motivan nuestra acción son tan justos y evidentes para cualquiera, que no hemos de hacer ningún esfuerzo por hacerlos explícitos y compartirlos.
La afinidad se construye en el conocimiento mutuo y el diálogo, y, sobre todo, en el «análisis colectivo de la realidad«. Haciendo que las personas compartamos y contrastemos nuestras visiones sobre la vida, el mundo, la ciudad, el barrio, la comunidad, las necesidades, las oportunidades, los problemas y sus causas…
Este sencillo ejercicio de compartir nuestras miradas, nuestras opiniones sobre la realidad, dialogar sobre lo que pasa en la comunidad cercana y en el mundo, sus causas y consecuencias… es una práctica cada vez más rara («no tenemos tiempo») en la mayor parte de las asociaciones y colectivos, incluidos los que dicen querer cambiar el mundo. Y no me refiero a «cotillear«, que es cosa mucho más frecuente.
En los proyectos colectivos han de existir -impresos en mármol- «unos pocos valores universales explícitamente aceptados por todas«, que los conviertan en «espacios seguros» y libres de miedo, de xenofobia, racismo, machismo, libres de cualquier exclusión (salvo de quienes excluyen).
No le dedicamos mucha atención a todo esto, sin ser conscientes de que los esfuerzos dedicados a pensar juntas son siempre «rentables» (en términos de eficacia): cuanto más claras tengamos las razones, los motivos y las causas de nuestra acción colectiva, más fácil será que nos impliquemos en ella.
Una de las consecuencias inmediatas de pensar juntas (dentro de cada colectivo y entre colectivos), será que descubriremos fácilmente que todas las causas están relacionadas entre sí. Las «causas» de los diferentes colectivos, de los distintos movimientos, son síntomas, consecuencias, expresiones de un mismo «modelo de vida«, de un mismo sistema (capitalista).
En el pasado reciente, hubo un momento -¿»la modernidad«?- en que pareció obligatorio que los colectivos y procesos comunitarios se desembarazaran de toda «ideología«, de cualquier posición «política«, de cualquier mirada crítica sobre la realidad, se convirtieran en organizaciones «neutrales» y en procesos puramente «técnicos«.
Hoy sabemos (lo sabíamos entonces también, je je) que es imposible. La negación de unos determinados valores, de una «posición política» (no necesariamente partidaria)… también es ideología y es una posición política. Los proyectos colectivos, los procesos comunitarios no pueden ser «neutrales«, como nos avisó Paulo Freire (que estos días cumple 100 años, igual de joven).


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