Apuntes para la Participasión

Comunidad, Participación y Ciudadanía


Cambiar el mundo

Este «mantra» ha estado presente en las luchas históricas del ser humano. El propósito de gran parte de las «causas» que motivan las acciones colectivas es -dicho de una forma u otra- el mismo: «cambiar el mundo«.

Cambiarlo para que las personas diversas no sean excluidas, para dejar de agredir al planeta, para que todas tengamos las necesidades básicas cubiertas, para acabar con la guerra, la esclavitud, el hambre, para que la educación y la cultura lleguen a todas…(continúa la lista).

«Cambiar el mundo» se ha convertido en una fórmula para resumir la utopía que perseguimos. Y, al mismo tiempo, se ha utilizado como muletilla para descalificar, por ingenuas e infantiles, por «buenistas» e inútiles, todas las formas de lucha social que manifiestan ese propósito transformador.

Se nos dice, con una sonrisilla irónica, que la complejidad del mundo y el tiempo que vivimos hace imposible cualquier cambio, precisamente porque todo está interconectado. Los problemas locales tienen causas globales. El sistema lo domina todo, nos absorbe. La imposibilidad de producir cambios reales nos supera y hace completamente inútil la acción colectiva. No sirve de nada.
Pero eso es mentira.

Es mentira porque «cambiar el mundo» no quiere decir cambiarlo TODO ni cambiarlo AHORA. El mundo se transforma continuamente, para bien o para mal, el cambio es su esencia, su condición. Todas las personas transformamos, querámoslo o no, el mundo próximo en que vivimos: nuestra familia, las relaciones, el vecindario, el barrio, el trabajo, el ocio, la cultura… todas esas cosas las hacemos mejores o peores con nuestra acción o inacción.

De hecho, es imposible no transformar. Incluso quienes nada hacen por las personas con quienes viven, quienes se inhiben de lo común e incluso quienes priorizan sus intereses particulares por encima del resto, influyen -aunque sea negativamente- en la realidad concreta con su acción o su inacción. Cambian el mundo.

Mienten quienes repiten que la acción colectiva es inútil, que la lucha contra el sistema está condenada al fracaso y nada puede hacerse… salvo aceptarlo. Que se lo digan a las primeras sufragistas, los primeros antiesclavistas, los primeros ecologistas, los fundadores de los primeros sindicatos y partidos obreros y a todas aquellas personas que cambiaron el mundo -paso a paso a paso- para que hoy disfrutemos de derechos y oportunidades fundamentales. Ellas y ellos, aquellas personas concretas, no llegaron a ver cumplidos muchos de sus sueños… ¡pero vaya si cambiaron el mundo! (y lo siguen haciendo hoy). Y, más allá de otros logros, de los que nos beneficiamos todas, sus vidas estuvieron llenas de sentido. Son la evidencia histórica de que se puede cambiar el mundo.

Paulo Freire nos prevenía frente al fatalismo, recordándonos que el sistema (capitalista) que nos domina no es una catástrofe natural o producto de una ley divina, algo mágico e inevitable, sino obra de hombres y mujeres. De la misma forma, somos los hombres y mujeres quienes podemos y tenemos que cambiarlo.

Entonces, si el cambio es condición de la vida y del mundo, la pregunta clave es… ¿en qué sentido, en beneficio de quien empujamos la dirección de los cambios? ¿contribuimos a que el mundo sea hoy un lugar mejor para todas, o tratamos de aprovecharnos todo lo que podamos, aunque otras personas sufran por ello?

Existen a nuestro alrededor miles de proyectos colaborativos que todos los días cambian SU mundo, y el de todas. Son esos pequeños colectivos de personas que denuncian, crean conciencia, reclaman derechos, crean redes de solidaridad y apoyo mutuo, ponen en pie espacios o proyectos para el encuentro, la formación, el ocio y la cultura… y hacen mil y una cosas que generan cohesión y construyen comunidad.

Si no los vemos, es que no miramos bien, pero están ahí, fortaleciendo la trama del tejido social. Muchos de esos proyectos, quienes en ellos participan, ni siquiera son conscientes del impacto de su acción, y desconocen y no reconocen como afines, como potenciales cómplices, a los otros proyectos colectivos de su entorno.

Para el sistema del que formamos parte es buena esa «inconsciencia«, que los colectivos y los procesos sean como «islas«, que no tengan tiempo para «reconocerse» y «con-spirar» (respirar juntas), porque, cuando sumamos fuerzas para cambiar cosas concretas del mundo cercano que no nos gustan, cosas que no son justas, que no son buenas para la mayoría y para el planeta, entonces nuestra capacidad transformadora aumenta, nuestra eficacia para cambiar el mundo crece. Como demuestra la historia.



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